sábado, 10 de octubre de 2009

Histeria

Tras varias horas de fatigosa espera, pudo sentir la tensión de la tanza. Aflojó la línea y lo dejó correr a su merced, deseándolo, disfrutándolo e imaginando todo lo que haría con él. Cuando lo tuvo en sus manos, se sintió tan responsable, que soltó el anzuelo de su boca y lo dejó ir.




Cuento: Martin Gardella ( www.livingsintiempo.blogspot.com )
Foto: Christian Pereira ( www.christianpereira.com.ar )

El desvío

A las seis en punto, con las primeras luces del alba, Pedro González salió de su casa, como todos los días. Apenas alcanzó la calle, respiró hondo el aire fresco de la mañana, se acomodó el cabello engominado sacudido por el viento y se cerró el abrigo de pana azul sosteniendo su corbata. Caminó a paso lento las cuatro cuadras que separan su casa de la estación de subterráneo más cercana, moviendo su portafolio rítmicamente, a contratiempo de su pierna derecha.Bajó lentamente las escaleras, metiendo sus manos en los bolsillos para buscar las monedas necesarias para comprar el pasaje. Silenciosamente, entregó el dinero al hombre de cabellos blancos que todos los días lo recibía detrás de una pequeña ventanilla para cambiarle esas monedas por una simple tarjeta de embarque de cartón.
Esperó el tren apenas unos minutos y subió al primer vagón del convoy por la puerta del medio, para sentarse en el lugar de siempre: el primer asiento de la derecha, junto a la ventanilla. Recorrió el vagón con un breve y suave golpe de vista. Allí estaba la señora de los sombreros extraños y antiguos, el hombre de overol con apariencia de albañil, el joven escolar de guardapolvo blanco y mochila con la imagen de su súper héroe favorito, el viejo desaliñado del pulóver agujereado y perfume de colonia barata, la madre con su niño travieso camino al colegio y la mujer de cabellos rubios que maquillaba su cansado rostro reflejado en un pequeño espejo de bolsillo. Todos ellos eran, a diario, normales habitantes momentáneos de ese primer vagón del subterráneo. Pedro solía aprovechar los veinte minutos que duraba el viaje hasta el lugar de destino para observarlos uno por uno, en silencio y detenidamente, pero jamás había cruzado una palabra con ninguno de ellos ni con ningún otro ocasional pasajero. El aburrimiento, en cambio, lo llevaba a quedarse dormido profundamente, aún sin quererlo, generalmente antes de llegar a la tercera estación del recorrido. La tenue luz interior de la máquina era ideal, sobre todo a esa hora de la mañana, para un habitual y breve reposo hasta el final de su viaje. De esa manera, Pedro lograba llegar más descansado a su despacho.
Al llegar a su estación de destino, la misma donde descendía la señora de los sombreros extraños y antiguos y una después que la del hombre de la colonia y el niño de la mochila, Pedro normalmente abandonaba en forma lenta la caravana de hierro, cruzaba el molinete y subía los setenta escalones que lo llevaban hasta la avenida, donde a solo diez metros se ubica su oficina, en el departamento cincuenta y siete del edificio de color verde y blanco con una enorme puerta de vidrio con empuñadura de bronce.
Sin embargo, ese jueves ocurrió algo extraño. Pedro abrió los ojos y se encontró en un lugar desconocido, sentado en un vagón repleto de extraños. Asustado, se puso de pie abruptamente y con solo dos pasos alcanzó la puerta, para abandonar la formación en la primera parada. En el andén, un montón de personas que jamás había visto en su vida esperaban su turno para poder ascender al transporte. Tras algunos minutos de esfuerzo y hábiles maniobras casi acrobáticas, Pedro logró escapar de aquel extraño mundo subterráneo y llegar hasta la calle. Allí, volvió a respirar hondo el aire fresco de la mañana, a acomodarse el cabello engominado y cerrarse el abrigo de pana azul sosteniendo su corbata. Caminó algunos pocos pasos, primero hacia la izquierda y luego hacia el otro lado. Buscó infructuosamente algún detalle que le fuera familiar, alguna calle que pudiera ubicarlo, alguna persona que lo pudiera guiar, y tras algunos minutos de inútil exploración, terminó de darse cuenta que se encontraba perdido. Descubrió que no recordaba la dirección de su oficina, ni de su casa, ni la de algún familiar o amigo, ni en que estación debía subir o bajar. Tampoco recordaba tener familia y mucho menos amigos. Solo creía llamarse Pedro, porque así solían llamarlo sus clientes.
Nada fue igual en la vida de este hombre después de aquel extraño jueves en que se apartó de la rutina. Dicen que hace varios meses suele vérselo recorriendo las estaciones de las distintas líneas de subterráneo del Mundo buscando a una señora de sombreros extraños y antiguos, a un señor desaliñado que use colonia barata o al niño de guardapolvo blanco con una mochila de súper héroe colgada en la espalda. Solo así podrá descender del tren en la estación correcta y reencontrar finalmente el camino a su oficina, para poder volver a tener la vida normal que tanto añora. Lo que más lamenta es no haber podido llegar a tiempo a la importante reunión agendada para ese extraño jueves a las diez de la mañana y que, a esta altura de las circunstancias, seguramente su cliente ya habrá conseguido otro asesor.



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Foto: Christian Pereira ( www.christianpereira.com.ar )

viernes, 9 de octubre de 2009

Las ausentes carcajadas


A los payasos que alegraron mi infancia

Una vez finalizado el último acto, el viejo payaso regresará a su sombrío camarín y guardará, prolijamente, sus pertenencias multicolores en la anticuada valija. En ese instante, verá caer una tibia lágrima por su mejilla, corriéndole el maquillaje. Antes de cerrar la tapa por última vez, envuelto en la nostalgia por los viejos buenos tiempos, que no volverán, colocará en la maleta las antiguas técnicas para hacer reír, que ya no funcionan con los niños del público, y tampoco con él.








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El juego de la escalera

Las instrucciones del juego parecen claras. El competidor es colocado en la terraza de un enorme edificio, frente a la puerta de acceso a las escaleras. Apenas el juez lo ordene, comenzará su carrera descendente. En cada planta le espera una sorpresa, un sacrificio, una alegría o una decepción. A lo largo del camino, podrá encontrarse, entre otras cosas, con un ambiente lleno de insectos y serpientes venenosas, un difícil acertijo que resolver, un salvaje animal famélico, un monstruo asesino, una mujer ninfómana o una trampa mortal. Por cada obstáculo superado, se hará acreedor a una importante suma de dinero, que le será abonada cuando alcance la salida.
Cada uno de sus movimientos será capturado por alguna de las múltiples cámaras de televisión que se encuentran distribuidas a lo largo del edificio. El participante lleva consigo una mochila que contiene: un cuchillo, un revólver con seis balas, una calculadora, un diccionario, un destornillador, un rollo de cinta autoadhesiva, una botella de alcohol fino, una caja de preservativos, un moderno cortaplumas de múltiples usos, una soga y algunas latas de comida en conserva, por si su estadía en el edificio se prolonga más de lo esperado.
El conductor del programa le desea suerte y lo invita a cruzar la pequeña puerta de hierro, que será soldada por fuera. Ya pueden escucharse los alaridos, gruñidos, sirenas y otros ruidos extraños, provenientes de los niveles inferiores. El concursante se detiene antes de bajar la primera escalera y saluda sonriente frente a una de las cámaras. Pero su rostro se transformará repentinamente, cuando mire con atención hacia abajo y descubra que, al igual que los infructuosos participantes anteriores, él también ha sido víctima de un aterrador engaño. No existe una planta baja ni una meta que pueda alcanzar para poner fin al juego. Los pisos inferiores se repiten continuamente, hasta el infinito.






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jueves, 8 de octubre de 2009

El carnicero habilidoso

Durante el extenso día laboral, el carnicero satisface los pedidos ansiosos de las mujeres del barrio, exhibiendo su habilidad con los cuchillos, al cortar las milanesas. Incansable, por las noches, sale a practicar sus técnicas, en los fríos cuerpos perfumados de sus mejores clientas.






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El testigo silencioso

Pude ver la escena claramente. Fui un testigo preferencial de cada uno de los hechos que terminaron en el pavoroso asesinato de la mujer de cabellos rojizos. Recuerdo haberla visto llegar, caminando del brazo de aquel hombre calvo, bajo la sombra que producen los árboles de enfrente. Se la veía espléndida, gozosa, hasta que su compañero se alejó por la esquina, tras besarla calurosamente en los labios. La joven mostraba una sonrisa infinita, perfectamente combinada con el brillo de sus ojos. Pero su rostro mutó súbitamente, al ver llegar, a la carrera, al hombre corpulento de pelo oscuro que, con su dedo índice en alto, le hacía reproches, pedía explicaciones, la insultaba duramente. En un instante mínimo, aconteció la escena del crimen, el musculoso con el cuchillo brillante en su mano derecha, y el histérico grito de la mujer que se apagaba lentamente, como una radio a pilas cuando se queda sin energía. Pensé en socorrerla, a pesar de conocer el riesgo de convertirme en una víctima inocente, de esas que suelen aparecer en los titulares de los diarios, por involucrarse donde no corresponde. Sin embargo, me mantuve inmóvil y en silencio, observando, pasivamente, como su vida corta y alegre se apagaba frente a mí. Un vehículo policial está estacionado frente al cadáver solitario de la dama. Creo que buscan testigos, aunque me miran, sin preguntar nada. Juro que les contaría todo detalladamente, sólo si pudiera despegar mi cuerpo plástico y estático, de esta maldita vidriera.










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