sábado, 10 de octubre de 2009

El desvío

A las seis en punto, con las primeras luces del alba, Pedro González salió de su casa, como todos los días. Apenas alcanzó la calle, respiró hondo el aire fresco de la mañana, se acomodó el cabello engominado sacudido por el viento y se cerró el abrigo de pana azul sosteniendo su corbata. Caminó a paso lento las cuatro cuadras que separan su casa de la estación de subterráneo más cercana, moviendo su portafolio rítmicamente, a contratiempo de su pierna derecha.Bajó lentamente las escaleras, metiendo sus manos en los bolsillos para buscar las monedas necesarias para comprar el pasaje. Silenciosamente, entregó el dinero al hombre de cabellos blancos que todos los días lo recibía detrás de una pequeña ventanilla para cambiarle esas monedas por una simple tarjeta de embarque de cartón.
Esperó el tren apenas unos minutos y subió al primer vagón del convoy por la puerta del medio, para sentarse en el lugar de siempre: el primer asiento de la derecha, junto a la ventanilla. Recorrió el vagón con un breve y suave golpe de vista. Allí estaba la señora de los sombreros extraños y antiguos, el hombre de overol con apariencia de albañil, el joven escolar de guardapolvo blanco y mochila con la imagen de su súper héroe favorito, el viejo desaliñado del pulóver agujereado y perfume de colonia barata, la madre con su niño travieso camino al colegio y la mujer de cabellos rubios que maquillaba su cansado rostro reflejado en un pequeño espejo de bolsillo. Todos ellos eran, a diario, normales habitantes momentáneos de ese primer vagón del subterráneo. Pedro solía aprovechar los veinte minutos que duraba el viaje hasta el lugar de destino para observarlos uno por uno, en silencio y detenidamente, pero jamás había cruzado una palabra con ninguno de ellos ni con ningún otro ocasional pasajero. El aburrimiento, en cambio, lo llevaba a quedarse dormido profundamente, aún sin quererlo, generalmente antes de llegar a la tercera estación del recorrido. La tenue luz interior de la máquina era ideal, sobre todo a esa hora de la mañana, para un habitual y breve reposo hasta el final de su viaje. De esa manera, Pedro lograba llegar más descansado a su despacho.
Al llegar a su estación de destino, la misma donde descendía la señora de los sombreros extraños y antiguos y una después que la del hombre de la colonia y el niño de la mochila, Pedro normalmente abandonaba en forma lenta la caravana de hierro, cruzaba el molinete y subía los setenta escalones que lo llevaban hasta la avenida, donde a solo diez metros se ubica su oficina, en el departamento cincuenta y siete del edificio de color verde y blanco con una enorme puerta de vidrio con empuñadura de bronce.
Sin embargo, ese jueves ocurrió algo extraño. Pedro abrió los ojos y se encontró en un lugar desconocido, sentado en un vagón repleto de extraños. Asustado, se puso de pie abruptamente y con solo dos pasos alcanzó la puerta, para abandonar la formación en la primera parada. En el andén, un montón de personas que jamás había visto en su vida esperaban su turno para poder ascender al transporte. Tras algunos minutos de esfuerzo y hábiles maniobras casi acrobáticas, Pedro logró escapar de aquel extraño mundo subterráneo y llegar hasta la calle. Allí, volvió a respirar hondo el aire fresco de la mañana, a acomodarse el cabello engominado y cerrarse el abrigo de pana azul sosteniendo su corbata. Caminó algunos pocos pasos, primero hacia la izquierda y luego hacia el otro lado. Buscó infructuosamente algún detalle que le fuera familiar, alguna calle que pudiera ubicarlo, alguna persona que lo pudiera guiar, y tras algunos minutos de inútil exploración, terminó de darse cuenta que se encontraba perdido. Descubrió que no recordaba la dirección de su oficina, ni de su casa, ni la de algún familiar o amigo, ni en que estación debía subir o bajar. Tampoco recordaba tener familia y mucho menos amigos. Solo creía llamarse Pedro, porque así solían llamarlo sus clientes.
Nada fue igual en la vida de este hombre después de aquel extraño jueves en que se apartó de la rutina. Dicen que hace varios meses suele vérselo recorriendo las estaciones de las distintas líneas de subterráneo del Mundo buscando a una señora de sombreros extraños y antiguos, a un señor desaliñado que use colonia barata o al niño de guardapolvo blanco con una mochila de súper héroe colgada en la espalda. Solo así podrá descender del tren en la estación correcta y reencontrar finalmente el camino a su oficina, para poder volver a tener la vida normal que tanto añora. Lo que más lamenta es no haber podido llegar a tiempo a la importante reunión agendada para ese extraño jueves a las diez de la mañana y que, a esta altura de las circunstancias, seguramente su cliente ya habrá conseguido otro asesor.



Cuento: Martin Gardella ( www.livingsintiempo.blogspot.com )
Foto: Christian Pereira ( www.christianpereira.com.ar )

2 comentarios:

  1. Amigo Martín, me he quedado con la boca abierta leyendo este texto (el más extenso de cuantos he leído)pero, mi asombro no se debe a la longitud del texto, sino a su trabajada forma literaria. En esta historia sí que da tiempo a disfrutar de tu modo de escribir, a saborear el clima que vas creando y a disfrutar del desenlace.
    Puede que te apetezca más los minicuentos de "El living..., pero te puedo asegurar que podrías extenderte lo que quisieras. Uno no se cansa de leer texto como este.
    Perdona mi incursión en este blog y mi vehemencia en el comentario, pero es que me has dejado de verdad y como decía al principio, asombrado.
    Un saludo.
    Volveré para continuar leyendo otros textos.

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  2. Un magnífico texto. Me has dejado sin palabras.

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